Una vez más, se viralizaron imágenes privadas de una persona. Las críticas dispararon contra el acto de filmarse. Una reflexión extraña frente a la voracidad del mercado digital.
por Agustín Marangoni
Cualquier persona que usa un teléfono inteligente comparte su rutina con unas pocas empresas que transforman cada uno de sus movimientos en datos. Con esos datos, después, le venden cosas. Desde una tostadora eléctrica hasta un discurso político. Se sabe desde el origen de las redes sociales: la intención es perfeccionar las estrategias comerciales. Simplificar la vida de la gente nunca fue prioridad. Cerca de Ginebra, en Suiza, funciona el Gran colisionador de hadrones, también llamado La máquina de dios. Se usa para buscarle una explicación concreta al origen del universo. El sistema operativo que utiliza ese aparato es diez veces más simple que la programación de facebook. Nadie regalaría el servicio de semejante monstruo, con los cientos de millones que cuesta mantenerlo. Te cobran con un intangible: tu propia intimidad.
Hace unos días se viralizaron imágenes privadas de una persona. Son dos videos donde se la ve desarrollando actividades íntimas. Era obvio, la crudeza de ese material se convirtió en pasto fresco para los medios de comunicación. A los quince segundos estaba rotando en pantalla, a cualquier horario y acompañado con el clásico discurso hipócrita de defender la vida privada de las personas. Pasó lo mismo decenas de veces, con personajes del espectáculo y con figuras políticas. Lo curioso es la condena social: jodete por filmarte. Como si el hecho de filmarse no fuese también una actividad íntima, propia y privada. Puertas adentro, que cualquiera haga lo que quiera mientras no lastime a nadie. Lo dice el artículo 19 de la Constitución Nacional. Pero filmarse, no. Filmarse es un error grave.
Evidentemente, se ha resignado territorio. Parece que ya no queda opción a que cualquiera acceda a lo que necesita saber. No se exige una regulación a las plataformas digitales ni un seguimiento real contra los hackers que trafican con material íntimo. Ante ese panorama, parece que una persona tiene que abandonar prácticas lícitas que pueden serle placenteras. Los datos de todos los días, nuestras preferencias de consumo y políticas son el capital con el que se paga alegremente un servicio que tiene cautivo al setenta por ciento del planeta. Somos hámsters de laboratorio y eso es correcto. Ahora bien, el que registra algo por fuera de lo que le es útil al mercado se tiene que joder por ganso.
El sistema, en todos los niveles, sigue funcionando como una vara que regula lo moral. Cada vez con más efectividad. En esta etapa, inédita en la historia, se suma una horda de usuarios que primero miran y después elevan el dedo desde sus perfiles en señal de condena. Como si ellos no estuvieran mostrando nada.